Lejísimo
Esa noche de diciembre Joel llegó con una botella de vino caro y algo que es maravilloso y tienen que ver. Acaparó nuestra computadora, instaló su maravilla. Amparo se entusiasmó enseguida, claro. Yo no vi de qué se trataba y me fui a la cocina porque tenía la salsa a medio hacer; en realidad pensé que sería otro juego más, de esos que no tienen gracia para mí.
Estaba siguiendo una receta nueva –fusiles con salsa persa- y había llegado mi momento preferido: condimentar usando los aparatitos especiales que guardo en el cajón de abajo de los cubiertos. La pinza pica ajo, el moledor de pimienta, un minúsculo rallador de nuez moscada…Lo mío es la mecánica simple.
En el living, en cambio, ellos estaban encantadísimos con algo seguramente mucho más sofisticado. Entre el crepitar de la cebolla en el aceite, se oían sus comentarios. Me desanimé pensando que después de la cena, Amparo se quedaría jugando con la compu hasta la madrugada, y yo la esperaría leyendo hasta que se me cayeran los ojos. Puse la sartén al fuego. ¡Impresionante! Mirá, calle Agüero, acá está nuestro edificio.
Me llamaron varias veces, pero no quise descuidar la salsa. Hasta que Amparo dijo la palabra mágica, es como un MAPA, te va a gustar.
Bajé al mínimo la hornalla y fui al living. Me senté entre medio de ellos, frente a la pantalla. A mi izquierda mi primo comandaba el mouse. Sobre un fondo de insondable negro, el planeta. Google Earth.
¿Adónde querés ir?
A Reykjavik, por supuesto.
Hacía girar el scroll wheel y las fotos satelitales nos mostraban géiseres, edificios, lagunas congeladas. Volvimos a nuestra cuadra en un deslizar de mouse… Lo general y lo particular. Navegábamos el mundo de continente a continente, a cada polo, buscamos las ciudades y pueblos donde cada uno nació y clavamos banderitas. Las direcciones de las casas de los amigos, los lugares de trabajo. ¿Qué figuras forman nuestros circuitos cotidianos? Amparo y yo, cada mañana vamos a la estación de subte, llegamos a una oficina en el microcentro, a la tarde salimos juntas y ahí nos separamos. Ella se va a San Telmo a estudiar fotografía, o a taebo, en Almagro. Yo vuelvo en el subte y voy a nadar, en Palermo, o al curso de italiano, en Núñez o a hacer las compras por el barrio. ¿Significa algo la forma de esos itinerarios? Con absoluta certeza, pensé que esa geometría tenía algún sentido, y que los cambios que hiciéramos alterando esas figuras tendrían consecuencias insospechadas en nuestras vidas.
Nos acordamos de la cebolla rehogándose. Amparo fue a la cocina y apagó el fuego. Volvió y seguimos haciendo turismo clavados en los taburetes. Ninguna diferencia con viajar en tren: la mirada fija en la ventanilla, donde ocurre el movimiento, mientras estamos muy quietos en el asiento, dejando que la máquina nos transporte. Estábamos los tres hipnotizados. Hasta que Joel reclamó la cena y me fui a terminar la salsa, a poner los fideos en el agua.
Cuando nos sentamos a comer, eran más de las once. Serví los fusiles a la persa en unos platos que compré hace poco. A Amparo le encantó la receta, a Joel también (pero sus elogios no cuentan porque a mi primo le gusta casi todo).
Salimos al balcón, con la botella de vino y un cenicero para Amparo. La noche era de las que preceden a las fiestas: el aire cálido cargado de inminencia, con algunos cohetes quebrando el silencio. Joel se sentó en el suelo, se desperezó. Miramos para arriba. Las estrellas…Estábamos callados, cada uno en su mundo sutil, y tal vez pensábamos cosas parecidas. Los confines, el infinito, sin lograr sentirnos parte de ese todo…Amparo se apoyó en la baranda, mirando hacia un afuera lejísimo mientras yo a su lado, con la yema del índice alisaba el borde del cenicero, como si fuera el mouse, imaginando que la acercaba hasta el presente, ahora, a este planeta, a este balcón, a esta mano que espera.
Viviana Santillán
Estaba siguiendo una receta nueva –fusiles con salsa persa- y había llegado mi momento preferido: condimentar usando los aparatitos especiales que guardo en el cajón de abajo de los cubiertos. La pinza pica ajo, el moledor de pimienta, un minúsculo rallador de nuez moscada…Lo mío es la mecánica simple.
En el living, en cambio, ellos estaban encantadísimos con algo seguramente mucho más sofisticado. Entre el crepitar de la cebolla en el aceite, se oían sus comentarios. Me desanimé pensando que después de la cena, Amparo se quedaría jugando con la compu hasta la madrugada, y yo la esperaría leyendo hasta que se me cayeran los ojos. Puse la sartén al fuego. ¡Impresionante! Mirá, calle Agüero, acá está nuestro edificio.
Me llamaron varias veces, pero no quise descuidar la salsa. Hasta que Amparo dijo la palabra mágica, es como un MAPA, te va a gustar.
Bajé al mínimo la hornalla y fui al living. Me senté entre medio de ellos, frente a la pantalla. A mi izquierda mi primo comandaba el mouse. Sobre un fondo de insondable negro, el planeta. Google Earth.
¿Adónde querés ir?
A Reykjavik, por supuesto.
Hacía girar el scroll wheel y las fotos satelitales nos mostraban géiseres, edificios, lagunas congeladas. Volvimos a nuestra cuadra en un deslizar de mouse… Lo general y lo particular. Navegábamos el mundo de continente a continente, a cada polo, buscamos las ciudades y pueblos donde cada uno nació y clavamos banderitas. Las direcciones de las casas de los amigos, los lugares de trabajo. ¿Qué figuras forman nuestros circuitos cotidianos? Amparo y yo, cada mañana vamos a la estación de subte, llegamos a una oficina en el microcentro, a la tarde salimos juntas y ahí nos separamos. Ella se va a San Telmo a estudiar fotografía, o a taebo, en Almagro. Yo vuelvo en el subte y voy a nadar, en Palermo, o al curso de italiano, en Núñez o a hacer las compras por el barrio. ¿Significa algo la forma de esos itinerarios? Con absoluta certeza, pensé que esa geometría tenía algún sentido, y que los cambios que hiciéramos alterando esas figuras tendrían consecuencias insospechadas en nuestras vidas.
Nos acordamos de la cebolla rehogándose. Amparo fue a la cocina y apagó el fuego. Volvió y seguimos haciendo turismo clavados en los taburetes. Ninguna diferencia con viajar en tren: la mirada fija en la ventanilla, donde ocurre el movimiento, mientras estamos muy quietos en el asiento, dejando que la máquina nos transporte. Estábamos los tres hipnotizados. Hasta que Joel reclamó la cena y me fui a terminar la salsa, a poner los fideos en el agua.
Cuando nos sentamos a comer, eran más de las once. Serví los fusiles a la persa en unos platos que compré hace poco. A Amparo le encantó la receta, a Joel también (pero sus elogios no cuentan porque a mi primo le gusta casi todo).
Salimos al balcón, con la botella de vino y un cenicero para Amparo. La noche era de las que preceden a las fiestas: el aire cálido cargado de inminencia, con algunos cohetes quebrando el silencio. Joel se sentó en el suelo, se desperezó. Miramos para arriba. Las estrellas…Estábamos callados, cada uno en su mundo sutil, y tal vez pensábamos cosas parecidas. Los confines, el infinito, sin lograr sentirnos parte de ese todo…Amparo se apoyó en la baranda, mirando hacia un afuera lejísimo mientras yo a su lado, con la yema del índice alisaba el borde del cenicero, como si fuera el mouse, imaginando que la acercaba hasta el presente, ahora, a este planeta, a este balcón, a esta mano que espera.
Viviana Santillán
1 Comments:
Buenísimo. Me encantó.
Gracias por postearlo, está bueno que haya un poco de ficción también
By Anónimo, at 7:08 a. m.
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